“My Mexican Bretzel” y los efectos secundarios del subconsciente

paulaetcetera
5 min readApr 5, 2021

El pasado año se estrenó My Mexican Bretzel, el primer largometraje de la barcelonesa Nuria Giménez Lorang. Un film nominado a dos premios Goya (Mejor dirección novel y Mejor película documental) y galardonado con tres premios Gaudí (Mejor guión, Mejor película documental y Mejor montaje). Esta película no necesitó casting para conseguir a sus protagonistas, puesto que está hecha en base a un found footage de los que fueran los abuelos de su directora.

El asombroso conjunto de imágenes archivo que otorga peculiaridad a My Mexican Bretzel, bien por su filtro analógico o por el polvo que rezuman los fotogramas, consigue absorber al espectador desde el momento en que comienzan a aparecer los subtítulos. Es con esa primera frase, “la mentira es solo otra forma de contar la verdad”, con la que un supuesto gurú (Paravadin Kanvar Kharjappali), a través del cual la autora hace acto de presencia al otro lado de la pantalla, nos advierte — a los espectadores — de la burla que nos deparan los 74 minutos restantes.

Su estreno en 2019, hace que su entendimiento quede supeditado a los paradigmas de la posmodernidad, eso a lo que todos se refieren, pero a lo que nadie sabe poner límites y fronteras (conceptualmente hablando), a esa época en la que todo vale y nada tiene valor. Bajo mi punto de vista, no hay mejor definición de nuestro tiempos que la ausencia de la misma. Lo propio sucede con la obra de Giménez Lorang: es una metáfora de la propia época en la que ha cobrado forma, pero a la que nadie sabe encuadrar en una categoría; advirtiendo de la borrosidad que existe entre el límite que separa documental de ficción, dejando el juicio a merced de la subjetividad de cada espectador.

Durante los setenta y cuatro minutos de silencio interrumpido, el guion consigue sumergir toda razón bajo la incredulidad, dejando la película como la que destierra al fuera de campo a dos de los ejes principales de la trama. Por una parte, nos encontramos a Lovedyn, medicamento antidepresivo de nuestra protagonista, Vivian Barret, del que todos hemos querido echar mano alguna vez. Y por otra parte, está Leo, amante y tercer vértice del triángulo amoroso, que riza la trama y turba la mirada del espectador, la cual condiciona la vida de Vivian; dejando que sea este “hombre invisible” el que torne la bisagra entre el suspense, el drama y el romance. Sendos elementos forman parte de las escenas eliminadas, o eso nos hace creer la autora durante el visionado, ya que realmente pertenecen al fuera de campo, y no audiovisual, sino terrenal.

Plantear que el amante existe es la primera reacción de cualquier espectador medio; sin embargo, ¿es Leo real o es solo una ilusión de Vivian? Quizá incluso sea una alucinación propiciada por los efectos secundarios del Lovedyn… Sea cual fuere la respuesta, resulta impecable la manera que tiene el largometraje de estirar un chicle a punto de romperse, una mentira que no para de ser contradicha por los “mentidos”, una constante lucha entre lo que no aparece y lo que nuestro cerebro somete a la existencia. De alguna manera, estos fuera de campos logran exponer, continuadamente, el espíritu de la psicología inversa y la necesidad de encontrar una coherencia en todo lo que vivimos, y nos vive.

Nuria Gimenez Lorang se burla de todos nosotros, y no hay nada más maravilloso que reírse de alguien y que este pobre iluso — que encarnamos cada uno de nosotros — indague sobre dicha gracia en internet, como debería haber hecho cualquier espectador mínimamente curioso con ánimo de ser quien enhebre una aguja aun sin saber que la paja no es de ovillo. La directora nos somete al peor de los castigos: el diario de Vivian Barret aparece ante nosotros y solo es pasta de portada. Le faltan las hojas, el índice y el paginado. ¿Es verdaderamente ese el contenido de un diario? ¿o simplemente la manera más fácil de relatar un romance abocado a la mentira y al peregrinaje de sus portadores desde la ajenidad? ¿Es el amor una enfermedad y por ello es que Lovedyn lo porta en su raíz — lingüística — disfrazado de anglicismo? ¿Es este el medio que emplea la directora para disfrazar su sensibilidad? La autora emplea unas imágenes que no son suyas para dar voz a los complejos de sus carnes y a un sentimiento que no sucumbe a las modas.

Es este film, como el querer, una inspiración que nos lleva a un no-lugar de nuestro interior, a un segundo corazón de pálpitos caducados, impulsando flujos al otro lado de lo diegético. Los falsos actores nos coagulan la ilusión, nos mecen entre sus altibajos durante tiempos que no aspiraban a formar parte de nuestro imaginario y nos arrancan las ganas de no saber. En resumidas cuentas, My Mexican Bretzel nos somete a saber lo que nos habían robado los besos modernos de los que somos fruto.

Podría decirse que es la viva imagen — literal y figuradamente — de las fantasías y tragedias. De una palmada en la espalda y un beso en la mejilla. Y es que esta película, como el amor, no siempre va de dos en dos. A veces va de uno en dos. Y otras no. Sin quererlo ninguno o queriéndolo un no-enamorado.

Personalmente, creo que esta película es lo más cercano a despertar en medio de la fase REM: la sensación que te embriaga al despertar de un sueño es la que emerge de los créditos finales. Fotograma tras fotograma, te ves convertido en un títere de los sonidos fingidos que alertan y entraman tus disparates sobre el tercer e incluso cuarto personaje desaparecido, y es por ello por lo que solo la sublimidad hace acto de presencia para calificarla.

Es este “documental”, a través del disfraz que sostiene el guión en los pies de las imágenes, el que consigue devolvernos la ingenuidad más pura de la niñez, acompañada de los enamoramientos adolescentes. Es él el que revela la inocencia que todavía nos ampara y la incredulidad que nos mece en brazos de la ignorancia; y lo mejor de todo es que nace de la incapacidad de soportar la incertidumbre y del niño curioso que aún habita en cada uno de nosotros, que no sabe lo que es el corazón de los otros.

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paulaetcetera

Ciento sesenta caracteres para presentarme. A caracter por día no llego a medio año. Y a día por caracter no llego a olvidarlo.